A finales de los años noventa del pasado siglo, Gran Bretaña volvía a molar como no lo hacía desde la época de los Swinging Sixties. La edad gris del conservadurismo thatcherista habían quedado muy atrás. Fue la era en la que el Nuevo Laborismo de Tony Blair parecía haber descubierto la fórmula mágica de un capitalismo con el rostro humano; en que las bandas del Britpop (y las Spice Girls) coronaban las listas de hits globales; en que pasar un fin de semana en Londres (o, incluso, quedarse allí definitivamente) llegó a ser la aspiración suprema de la gente que quería estar en la onda de todo el planeta; y fue el momento en que despuntó la carrera de Danny Boyle.
Se trataba de demostrar que los británicos podían destacar en un cine hipermoderno que no basara en adaptación de clásicos literarios prestigiosos, el modelo impuesto por James Ivory (quien, curiosamente, era un californiano trasplantado al Reino Unido). Un cine que, en cierto modo, sirviera de réplica a los éxitos del indie norteamericano, cuando empezaban sonar muy fuerte los nombres de Steven Soderbergh, Gus Van Sant o el propio Tarantino… igual que el Britpop había sido una “reacción” al auge del grunge. Y las primeras películas de Boyle, como “Tumba abierta” (94) o “Trainspotting” (96), lo elevaron a los altares de la parroquia cinéfila mundial: eran ingeniosas, divertidas y, sobre todo, parecían algo muy nuevo.
Inevitablemente, Boyle empezó a recibir ofertas de Hollywood. Pero su primera experiencia en la “fábrica de sueños” se saldó con un sonoro desastre: “La playa” (00), concebida como un vehículo para el Leonardo DiCaprio “post-Titanic”, y que disgustó por igual a las legiones de fans del actor y a la crítica. El director regresó a casa en busca de un proyecto que restaurara su buena fama. Por suerte, había conseguido un aliado en la debacle de “La playa”. Este era un joven escritor llamado Alex Garland. Ambos crearon “28 días después” (02), una de las culpables, junto a un estupendo remake de un clásico de Romero titulado “El amanecer de los muertos” (04) y el cómic de Robert Kirkman “The Walking Dead”, de la fiebre zombi que se prolonga hasta nuestros días, dos décadas más tarde, gracias al fenómeno multimedia que es “The Last of Us”. Y también puso en ruta hacia el estrellato a Cillian Murphy.
En 2007 “28 días después” tuvo una correcta secuela, firmada por el español Juan Carlos Fresnadillo, “28 semanas después”. Pero nadie reclamaba a gritos una tercera parte (que va a ser seguida, al parecer, por una cuarta y una quinta). La película original era un perfecto clásico del terror contemporáneo, autocontenido y enormemente influyente. Sin embargo, en la segunda década del nuevo siglo las carreras de los dos amigos, Garland y Boyle, habían tomado caminos muy distintos. Mientras que Garland, primero como guionista, y luego como director, estaba al alza, la de Boyle, tras llevarse unos cuantos Oscars a casa con la muy discutible “Slumdog Millionaire” (08), se hallaba en un claro declive. Si existe una tentación peligrosa para un artista en un mal momento creativo es la de revisar sus viejos éxitos: la mejor prueba de ello es su “T2: Trainspotting” (17), una película que tiene sus defensores, aunque muchos creemos que existe un universo paralelo en el que nunca se llegó a rodar y, por tanto, es sensiblemente mejor que el que habitamos.
No la esperábamos, pero, después de un magnífico tráiler, en el que, en lugar de un clásico del rock o una tensa muestra de la banda sonora, escuchábamos el lúgubre recitado del poema “Boots” de Rudyard Kipling por el actor Taylor Holmes, queríamos verla. “28 años después” nos enseña una vez más una antigua lección: ten cuidado con lo que deseas.
En “28 años después”, Boyle vuelve a las tareas de dirección y Garland se encarga de nuevo del guion. También regresa Anthony Dod Mantle, el director de fotografía de la original y, por tanto, responsable de su particular estética lo-fi. Podemos afirmar que Dod Mantle es el único que sale bien librado del desaguisado: la película está filmada “cámara en mano” con varios iPhone y el resultado es impresionante; aunque en el resto de aspectos no funcione en absoluto, las casi dos horas de metraje están cargadas de imágenes poderosas, grotescas y aterradoras. Lo malo es que se encuentras dispersas a lo largo de una película asombrosamente inconexa y caprichosa.
Se puede alabar hasta cierto punto el atrevimiento de Boyle y Garland. En lugar de tratarse de la típica secuela tardía, que es un remake encubierto con mucho más dinero y un mínimo de inspiración, optan por reinventar la saga bombardeando a los espectadores con un sinfín de nuevos conceptos: tenemos un ataque al militarismo; la enésima metáfora sobre el Brexit; lo que parece ser un homenaje al éxito del anime “Ataque a los titanes”; un atisbo de la sociedad, si podemos llamarla así, formada por los “infectados” que evoca el cine sobre la prehistoria al estilo de “En busca del fuego”; una división de estos en varias subespecies carente del más remoto sentido científico o narrativo; una suerte de viaje a lo “Apocalypse Now” al corazón de las tinieblas con Ralph Fiennes ejerciendo como una versión benévola del coronel Kurtz; y hasta un desconcertante momento de sororidad que dejaría ojiplática a Simone de Beauvoir. El problema es que esta excéntrica sobredosis de ideas de no llega nunca a articularse en una trama coherente.
A pesar de la presencia de intérpretes tan estimables como Jodie Comer, Aaron Taylor-Johnson o el mismo Fiennes, el protagonista absoluto de la película es un jovencísimo Alfie Williams. Este la carga sobre sus hombros como puede hasta el abracadabresco final, en el que el dueto Garland y Boyle no sólo camina por una fina línea que bordea el ridículo más espantoso: lo ven llegar y saltan en plancha, muy resueltos, sobre él. De hecho, podríamos definir “28 años después” como uno de los más raros coming-of-age de la historia del séptimo arte. A principios de 2026, llegará su continuación, “The Bone Temple”; y da cierto miedo imaginar lo que nos encontraremos entonces. Pero no estoy seguro de que en este caso la expectación sea por los motivos adecuados.
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